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El día que la Argentina cambió para siempre

  • Foto del escritor: Candela Gonzalez
    Candela Gonzalez
  • 17 oct
  • 5 Min. de lectura
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El 9 de octubre de 1945 Juan Domingo Perón fue detenido y trasladado a la prisión militar de la Isla Martín García.

“Como ese mismo día escuchara a cada hora un comunicado del Ministerio de Guerra que decía que el coronel Perón no se encontraba detenido, remití al ministro de Guerra el siguiente telegrama:

Comunico al señor ministro que mientras la radio anuncia que no estoy detenido, hace cuatro días que me encuentro detenido, incomunicado y con dos centinelas de vista en la prisión de esta isla.” (Juan Domingo Perón)

Mientras la radio mentía, la verdad se cocinaba en silencio: el coronel estaba preso, pero la historia, aún sin que se sepa, ya se había fugado. Un equipo cercano al Coronel Perón organizó entonces un plan para que volviera a la Ciudad. Enviaron a un médico militar con radiografías falsas que mostraban una urgencia pulmonar. Las autoridades de la isla no tuvieron más remedio que trasladarlo al Hospital Militar, seis días después de su confinamiento.

El poder creyó que bastaba con encerrar a un hombre para apagar un movimiento. Pero no entendieron nada (parece que nunca entienden). Porque Perón no fue solo un líder: fue un compañero, y cuando el conductor es también compañero, el pueblo no retrocede.

Así, mientras la CGT organizaba una huelga para el 18 de octubre en defensa de su secretario de Trabajo y Previsión, el pueblo decidió adelantarse un día a la historia.

“Desde el Hospital Militar percibía los gritos de los trabajadores y mi corazón se llenaba de satisfacción: ellos, en quienes yo había puesto mi fe y mi amor de hermano y argentino, no me defraudaron a mí, como no han defraudado a la Patria, a quien han dado su grandeza con sus sudores germinantes y generosos. ¡Ellos también le han dado todo sin pedirle nada!, a semejanza de los grandes de nuestra gesta gloriosa.” (Juan Domingo Perón)


Con la Plaza desbordada y la huelga general en marcha, el gobierno no tuvo margen de maniobra. Perón tenía que ser liberado, porque, como luego diría el General, cuando los pueblos agotan su paciencia hacen tronar el escarmiento. Aquel 17 de octubre la libertad no fue, simplemente a Perón sino que fue a todo un pueblo que, a partir de ese día, supo que su destino era indelegable y que su historia solo puede escribirse con las manos del que la trabaja.

Aquel 17 de octubre no fue una protesta: fue el bautismo del pueblo trabajador argentino. 


“y durante toda la mañana disfruté del ‘perfume de la flor de la lealtad’, tan grata al corazón de los leales” (Juan Domingo Perón)


“¡Era en Octubre y parecía Mayo!” (Leopoldo Marechal)

Así como el 25 de mayo fue la revolución de los criollos, el 17 de octubre fue la revolución de los trabajadores. El día en que la Patria volvió a nacer.

“Se llenó la Plaza de Mayo, se llenó sobre una corriente que duró todo el día y Buenos Aires se convirtió en una especie de fiesta, de columnas que desfilaban con banderas que recorrían la ciudad sin romper una luz, ni una vidriera y cuyo pecado más grande fue lavarse la patas en las fuentes de Plaza de Mayo porque habían caminado 15, 20 o hasta 30 km o más algunos de ellos”. (Arturo Jauretche)

El 17 de octubre pasó a ser  la fiesta del pueblo, de la lealtad y por supuesto, del peronismo, la única fuerza que supo convertir en sinónimos Patria y trabajo, que se animó a decir que existe solo una clase de hombres y mujeres: los que trabajan. 

Sobran los boludos —ayer y hoy— que nos tildan de vagos con tal de aliviar sus miserias. Que dicen que no laburamos, que nos aprovechamos de la gente, que mágicamente les sacamos la plata de los bolsillos y después hacemos como si nada.

Nos podrán decir lo que quieran, pero los que aspiran a vivir de la timba y del movimiento de un número en una pantalla no pueden dar lecciones de esfuerzo. 

Porque el valor de un país no nace del sacrificio individual, sino del trabajo compartido. Porque para nosotros el esfuerzo no es aguantar —como tanto insisten en estos días—, es construir. 


Lealtad a los leales.

Y ojo, no nos confundamos. Cuando hablamos de lealtad no hablamos solo de la lealtad a un líder, a una figura. Nos referimos a un compromiso como argentinos y argentinas: un compromiso con nuestra patria, con el que tenemos al lado, con el compañero y la compañera, e incluso con nosotros mismos.

Porque ser leal no significa seguir a rajatabla, obsecuentemente, los mandamientos de un jefe, eso es para tontos (y, créanme, no estamos para tonterías). Ser leal es entender que hay algo que nos trasciende como personas, y ese algo es el deseo transgeneracional por una  Patria justa, libre y soberana. A todos los que estén de este lado les debemos lealtad.

Pero también ser leal es saber correrse cuando hace falta, prescindir en tanto sea humanamente posible de la soberbia, y saber unirse cuando el momento lo exige. Entender que el proyecto está por encima de las preferencias, de los egos y de los nombres. Porque los nombres cambian, pero el proyecto permanece. La verdadera lealtad no se puede fotografiar, pero se puede medir en cuánto estamos dispuestos a ceder y a encontrarnos para que el sueño colectivo siga de pie.

"Hay dos clases de lealtades: la que nace del corazón que es la que más vale y la de los que son leales cuando no les conviene ser desleales." (Juan Domingo Perón)


La felicidad del pueblo no es un recuerdo, es una tarea.

Comprendo que para muchos la mística como idea pueda sonar anticuada. Sé que cuesta imaginar que vuelva a pasar algo que nos devuelva el alma al cuerpo, por más necesidad que tengamos de ello.

Sé, por experiencia propia, la tristeza que genera saber que antes la política era épica y ahora parece una serie mala escrita por inteligencia artificial. Pero la historia es larga, y todavía tenemos para rato. 

Militar no es fácil, y los que lo hacen ver fácil, caen rápido. El que quiere una vida fácil, que no milite. Pero, si puedo dejar una recomendación: militen igual. Porque sí, sobran las decepciones, los tropiezos y los días en los que uno se pregunta si vale la pena. Sin embargo, también puedo asegurar que no hay nada —absolutamente nada— que nos haga más felices que construir comunidad, hacer feliz a un sujeto colectivo y ser parte de eso, porque en el fondo esa es la condición humana: sabernos en el otro.

Y cuando entendemos eso, todo lo demás encaja. Porque hacer feliz al pueblo no es un sueño ingenuo, es la razón por la que vivimos.

Nos toca a nosotros devolverle sentido a la política, volver a hacer de la esperanza una herramienta y de la organización una alegría.

La felicidad del pueblo no es solo posible, es nuestra obligación.

“Si el pueblo fuera feliz y la Patria grande, ser peronista sería un derecho. En nuestros días, ser peronista es un deber. Por eso soy peronista. Soy peronista por conciencia nacional, por procedencia popular, por convicción personal y por apasionada solidaridad y gratitud a mi pueblo” (Eva Duarte de Perón)


 
 
 

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